Martes 13 de mayo de 2025
Abro mi diario para leer lo que he venido escribiendo sobre hechos que me marcaron durante la pandemia.
Hoy es 30 de noviembre de 2024
Para mí el año 20 del siglo 21 fue un año de terror... Muy parecido a cómo lo describe Poe en su cuento Sombra:
"Este año ha sido ....
..... un año de terror "
Este año ha sido un año de terror y de sentimientos más intensos que el terror, para los cuales no hay nombre sobre la tierra. Pues han ocurrido muchos prodigios y señales, y a lo lejos y en todas partes, se ciernen las negras alas de la peste
Cuatro años han transcurrido desde que Clara dejó de ser Clara, desde que la peste —esa entidad silenciosa y voraz— se llevó lo último que me quedaba de ella. Hoy vuelven a mi memoria mis últimos días a su lado, así como también esos días de ensueño, cuando todo fue amor y felicidad.
Era el año 2015. Yo atravesaba el peor momento de mis problemas mentales: me habían diagnosticado trastorno límite de la personalidad tras una crisis severa, y luchaba contra una grave adicción al alcohol y a las drogas recreativas. Recién comenzaba mi tratamiento ambulatorio, después de haber estado hospitalizado durante un mes en el pabellón psiquiátrico del Hospital Ramón y Cajal de Madrid. Aquel día, acudí a una cita programada y, al llegar, encontré a una chica que me deslumbró. Tenía la certeza de que la conocía, pero no me acordaba de dónde. Me senté frente a ella, sentí un flechazo y, de pronto, empezamos a hablar como si nos conociéramos de toda la vida. A ella la llamaron primero. Cuando salió, anunciaron:
—El ingeniero Carlos García puede seguir.
Antes de entrar, le dije que quería seguir conversando, pues la charla me había encantado. Ella respondió que no podía esperar mucho debido a sus compromisos, pero me dio su teléfono. Así lo hicimos, y así comenzó todo entre nosotros.
Hoy es 14 de marzo de 2020.
Recuerdo en estos momentos que Clara y yo habíamos planeado un viaje a Cádiz para el verano, pero este ya no parecía posible. También recuerdo los días que pasamos juntos en Cartagena. Afortunadamente, había aplazado para mayo el viaje que tenía programado para febrero a Cartagena de Indias para ver el proyecto del nuevo centro de convenciones Arena del Caribe. Le dije a mi jefe que, al parecer, iban a cerrar las fronteras y que, de darse esto, quedaría como exiliado en Colombia, algo que no quería. Con reticencia por parte de la empresa, llegamos a un acuerdo: si no se cerraban las fronteras, iría a finales de la primavera.
Veo en la televisión que se publicó el Real Decreto 463, donde se anuncian el cierre de fronteras y la restricción de movilidad en el Reino de España. Ya lo veíamos venir...
Hoy es 21 de junio de 2020.
El miedo flotaba en el aire como un presagio, pero aquellos días de encierro se convirtieron en el edén secreto de nuestro amor. Nunca antes, en los años fugaces de nuestra pasión, habíamos permanecido tanto tiempo entrelazados en la quietud de cuatro paredes, descubriendo que el tiempo —ese tirano implacable— podía volverse miel cuando se compartía con los labios correctos. Lo sabía con la certeza melancólica de quien atisba el futuro: jamás, ni en los crepúsculos que nos quedaran por vivir, volveríamos a estar tan cerca como en aquellos días en que el mundo se detuvo y nos dejó a solas con nuestras dichas.
Después de conocernos en el consultorio del psiqui, nuestras primeras citas fueron jueves nocturnos vagando por Madrid. Poco a poco, nuestro amor creció; todo era felicidad. Tres meses después, ya compartíamos lecho y techo. Llega a mi memoria cuando, en nuestro piso en Vallecas, el sol entraba tímido por las rendijas mientras nos amábamos al amanecer; las paredes guardaban nuestros secretos como un confesionario de amor, y cada objeto —el tazón de café agrietado, el libro de Neruda con las páginas dobladas— brillaba con la luz dorada de lo eterno. Todo era pureza, todo era belleza. Luego hicimos un viaje idílico a Cartagena de Indias, donde le di el anillo y nos comprometimos por el resto de nuestras vidas.
Hoy es 30 de noviembre de 2020.
La situación no parece mejorar. Aunque los confinamientos por la COVID-19 en España se han relajado, el terror aún impregna el ambiente. Desde el mes pasado pudimos salir de nuevo. El riesgo seguía latente, pero preferíamos contagiarnos de una vez a seguir temblando entre cuatro paredes. Queríamos de nuevo respirar junto a otras personas…
¡Estamos en un año de terror!
—como escribió el Maestro Poe—. Un año en el que las sombras se alargaron hasta devorar los rostros de los vivos.
Yo volé de Madrid a Sevilla el 30 de octubre y, aunque el confinamiento había aflojado sus garras, sentía que la Parca danzaba en las calles. Al descender del avión, me llegó un olor a azahar podrido y alcohol en gel. Debía reactivar el proyecto del edificio Lleda, paralizado por la pandemia —al menos no tuve que viajar a Cartagena de Indias, pues aún había restricciones para vuelos internacionales—. También viajé para visitar a mi madre; la encontré pálida como un espectro tras meses de encierro. Me recibió con una mascarilla bordada de cruces negras:
—No te asustes, hijo. Es solo algo "contra el mal de ojo" que también evita la entrada de la peste —murmuró.
Clara se quedó en nuestro piso de Madrid. Me dijo:
—Tengo que atender a mis pacientes de forma presencial. Por eso no puedo acompañarte a Sevilla.
Habíamos planeado viajar juntos, pero ahora prefería trabajar en persona.
—Es solo una separación breve. No te afanes por esto —le dije al besarla en la frente, ignorando que mis labios rozaban por última vez a la mujer que amaba.
Ella celebró Halloween con "su familia": su padre, alto funcionario del Ministerio de Salud, y su ex esposo, que era ni más ni menos que el director técnico del Hospital La Paz. Nunca fuimos del agrado mutuo. Mientras ellos brindaban en algún salón con muebles caros, yo recorría las calles desiertas de mi infancia sevillana, donde las farolas parpadeaban como ojos enfermos.
Nos despedimos tras una última cena íntima. Ambos mentimos al decir que estábamos bien.
Ambos sentimos el virus reptando en nuestros pulmones días después, pero reímos —¡Ay, qué grotesca fue nuestra risa!— mientras comparábamos fiebres por WhatsApp.
Yo tenía boletos aéreos para el 10 de noviembre, pero adelanté el viaje para el 4. Como era improbable que me permitieran volar estando positivo, tomé un autobús. Clara había dado positivo para COVID-19 y quería verla.
La noche del regreso a Madrid fue un viaje a través de los limbos. Seis horas de un silencio sepulcral, rotas por toses y el zumbido del motor. El autobús ALSA avanzaba por la A-4 como un ataúd con ruedas. Fuera, la luna llena —esa luna— iluminaba los campos de La Mancha, transformando los girasoles mustios en cabezas decapitadas. Dentro, un hombre tosía detrás de mí con un sonido húmedo, como si alguien revolviera carne cruda en su pecho. Yo también tenía síntomas de que el virus me había entrado al cuerpo, pero antes del viaje me tomé un fuerte antigripal y me los alivió temporalmente. Seguro era positivo, pero no quise hacerme pruebas.
Mientras yo viajaba en aquella noche eterna, Clara ingresaba de urgencia en el Hospital La Paz, donde trabajaba como pediatra. No pude verla antes de que la hospitalizaran.

Cuando llegué al piso supe que la situación era terrible, sentí un fuerte olor a cloro y la muerte me golpeó de repente.
Su mensaje final yacía en mi pantalla, una reliquia digital de su voz: "Me ahogo", tengo que entregar el celular.
Nuestro último adiós...
No me permitieron verla los primeros días, pues fue ingresada en una sala UCI para pacientes positivos de COVID-19, donde no se permitían visitas. La vi después de que tuvo una leve mejoría, tras tres semanas en estado crítico. Llegué a la UCI de pacientes graves que ya no eran contagiosos. Me dijeron:
—Puede ver a la doctora Sánchez, pero solo por unos minutos.
En la sala de espera, los llantos y gritos de quienes salían resonaban como ecos de despedida. La mayoría de los pacientes salían directamente al crematorio; en esos días, las velaciones seguían prohibidas. Me dejaron entrar con un traje como de astronauta que me entorpecía cada movimiento. De pronto, estaba en una sala blanca y aséptica, tan pulcra que lastimaba los ojos. Allí yacía Clara, conectada a máquinas que silbaban como vientos de ultratumba. Sus manos —aquellas que solían acariciar mis cicatrices con la misma ternura que a los niños de su consultorio— estaban amoratadas, los dedos contraídos como garras de pájaro muerto. Le hablé, pero mis palabras solo rebotaron en las paredes de aquel sepulcro inmaculado.
—Despierta —supliqué—. Despierta.
Hoy, 30 de diciembre de 2020
Ha pasado un mes desde que la visité la vez pasada, hoy puedo verla de nuevo. Finalmente salió de su estado crítico, despertó, pero... sufrió una hemorragia cerebral tras vencer las infecciones que casi destruyen sus pulmones. El médico me explicó:
—La paciente tuvo una hemorragia severa que le afectó los ganglios basales del hemisferio izquierdo. Ahora está en estado casi vegetativo: necesitará traqueotomía (respirar por un hueco en el cuello) por un tiempo indefinido, tal vez de por vida. La alimentación será parenteral (alimentarla por una manguera), aunque podría recuperar la capacidad de comer por si misma. El accidente vascular paralizó su lado derecho y dañó el habla. La recuperación requerirá terapia, paciencia y dedicación. En este momento el riesgo de muerte es bajo, pero lo que se viene en el camino es largo y muy complicado.
Mis súplicas para que despertara surtieron efecto, pero... La Clara que emergió de aquel sueño de dos meses no era «mi coneja loca» como cariñosamente le decía muchas veces. Era un fantasma con su rostro, el derrame cerebral que sufrió la convirtió en una criatura de mirada vidriosa que olvidó nuestros pactos de sangre y el sabor de sus lágrimas en mi boca.
Hoy, al final de este año negro, tengo sueños vívidos de cuando nos conocimos en el 2015, en esa sala de espera de un psiquiatra. Ella acababa de sobrevivir a una sobredosis de pastillas rojas; yo, a una noche de whisky y cuchillas. Esa noche, hicimos el amor como condenados: entre vendas, terrores nocturnos y promesas susurradas al borde del abismo.
Ahora, nuestras enfermedades han vuelto a ganar. Yo soy un adicto en recuperación que sueña con recaer; ella, un cuerpo frágil que olvidó cómo sostenerme.
Sé que en algún lugar de su cerebro dañado, la Clara verdadera aún grita por salir. Pero las sombras son más fuertes.
Epílogo
Han pasado cuatro años desde aquel último invierno. Hoy, el eco de Clara aún resuena en mi mente.
Cuatro años huyendo. La abandoné definitivamente tras aquella última visita en el fin de año del terror. Mi cabeza dañada no pudo cargar con el peso de sacarla adelante, como sí pudo su familia. Yo, entre tanto, estaba en la quiebra: la pandemia había cerrado la constructora y me dejó sin trabajo.
Dejé Madrid y me escondí en Sevilla, en esta ciudad donde las farolas parecen ojos enfermos y la gente no hace preguntas. El tiempo aquí se descompone como un cadáver en la humedad. Las semanas se derriten en meses; los meses, en años. Todo se pudre mientras aguardo un juicio que nunca llega.
Ella ya no me recuerda. O eso me repito, para mi consuelo. ¿Qué es peor? ¿El olvido absoluto o la sombra de nuestro pasado atrapada en su cerebro marchito?
Hoy, mientras escribo esto, la luna llena cuelga sobre los tejados como un ojo ciego, vigilante y ajeno. En la radio suena "Noviembre sin ti", lloro, y la nostalgia me embriaga como un licor barato. Quizá debería tomar el teléfono, marcar su número y decirle que lo siento. Pero no lo haré. Porque en algún lugar de esta noche, el autobús ALSA sigue avanzando por la A-4. Y en cada bache, en cada curva, el traqueteo insiste: «Ya no hay vuelta atrás».