Me sigo tomando el atrevimiento de reproducir entradas del blog de Rafael Narbona, dado que tuve el permiso de parte de él, en el caso de un post anterior.
A continuación presento otro post donde trata de forma precisa los sentimientos de una persona que sufre esta dolencia, donde aún estando en un periodo de cierta normalidad, los sentimientos están afectados.
La entrada original la pueden encontrar en un bipolar en primavera http://rafaelnarbona.es/?p=7068#more-7068
A continuación presento otro post donde trata de forma precisa los sentimientos de una persona que sufre esta dolencia, donde aún estando en un periodo de cierta normalidad, los sentimientos están afectados.
La entrada original la pueden encontrar en un bipolar en primavera http://rafaelnarbona.es/?p=7068#more-7068
UN BIPOLAR EN PRIMAVERA
Hace unas semanas me encontraba tan bien que me planteaba si los médicos no se habían confundido en mi diagnóstico. No es la primera vez que me sucede y creo que es una vivencia común entre ese 25% de la población mundial, con alguna clase de trastorno mental. Desde hacía mucho tiempo, no experimentaba picos de euforia ni estados depresivos. Los últimos meses se habían mostrado particularmente benévolos, ahuyentando la melancolía y sembrando la esperanza. No pensé que la proximidad de la primavera se aliaría con la imperfección de las relaciones humanas para desencadenar una recaída depresiva. He escrito un libro sobre mi interminable litigio con el trastorno bipolar, pero creo que muchos aún no han comprendido la naturaleza de esta enfermedad. Sólo los que conviven conmigo han captado las turbulencias que se desatan en mi interior y han aprendido a no alimentarlas con torpezas o reacciones intempestivas. Miedo de ser dos recrea mis cincuenta años de vida, prestando una especial atención a los últimos veinte, que constituyen el escenario de mis crisis. En esas dos décadas mi cerebro ha soportado el asedio de la psicosis maníaco-depresiva, una patología insidiosa y recurrente que nunca se da por vencida. Ahora me dispongo a librar un nuevo asalto, convencido de que esta vez la muerte no será una tentación, sino un lejano telón de fondo. No anhelo morir, pero agradezco que nuestro tiempo no sea ilimitado. Si el ser humano viviera eternamente, su peripecia se parecería al martirio de Sísifo, pero sin la grandeza de los mitos.
¿Por qué me quejo de la incomprensión ajena? Algunos olvidan que el rasgo diferencial de una mente herida no es el talento, sino la extrema vulnerabilidad. Ser vulnerable significa que estás más expuesto al dolor y posees menos recursos para enfrentarte con la adversidad, incluso cuando ésta se presenta como algo trivial e insignificante. Ya no me produce angustia conducir, pero cualquier trámite que altere mi rutina me aterra. Enviar un giro postal, rellenar un impreso, realizar una gestión en el banco, hablar con un amigo. Vivo en una casa de campo bordeada por la estepa castellana. No me gusta la dureza de esta tierra, con sus campos desnudos y sus temperaturas extremas. Lejos del mar, la llanura escatima el frescor, la brisa, la ternura. No se pueden establecer analogías con el desierto, pues el desierto es un espacio tan enigmático como el universo o el océano. Su vacío es una forma de plenitud. En cambio, la planicie de la meseta es tan áspera como una plegaria que no espera respuesta. No hay nada más desolador que sentir el silencio de Dios, corroborando que el anhelo de un más allá sólo es una fantasía infantil. Las montañas del horizonte, con sus crestas blancas, acentúan la desolación del que camina solo, sorteando surcos, piedras y retamas, pues la felicidad parece algo muy lejano y casi inaccesible. Yo no pertenezco a este paisaje, pero me refugio en él, pensando que más allá comienza el mundo, con sus tensiones y conflictos. La tentación de aislarse es casi irresistible, pues el trato con los otros resulta tan hiriente como observar la agonía de un niño enfermo. Algunos no advierten ese sufrimiento y no lo entienden. No puedo reprochárselo, pues yo tampoco lo comprendo. Casi todos nos debatimos en la telaraña de nuestro propio ego y somos incapaces de entender al otro, particularmente cuando su cerebro es una copa de cristal a punto de estallar.
En Miedo de ser dos, hablo muchas veces de la luz como una fuente de alegría y serenidad, pero lo cierto es que la luz primaveral es cruel e implacable. Penetra en nuestros ojos con la fiereza de un cuchillo, abriéndose paso hasta la glándula pineal. Sé que la luz de marzo ha afectado a mi secreción de melatonina, la hormona que regula los ciclos circadianos y los estados de ánimo. Somos pura química, pero nuestra conciencia se rebela contra ese hecho elemental. No soportamos ser simple biología, desplegándose de acuerdo con las leyes de la naturaleza. Pienso que lo único trascendente es nuestra capacidad de poetizar nuestro paso por el mundo. Estamos abocados a desaparecer sin dejar huella. No sólo morirá nuestro yo. Beethoven, Shakespeare, la pintura de Rembrandt, las Ideas platónicas y las ecuaciones de Einstein son piruetas efímeras en la vida del universo. Nada podrá evitar que caigan en el olvido. Desconocemos lo que nos precede y lo que surgirá cuando ya no estemos aquí. Somos transeúntes, simples vagabundos, que viajamos del centro a los márgenes y de los márgenes a la nada. La luz se enreda en nuestras vidas, provocando reacciones paradójicas. Este año la luz me ha desequilibrado, pero en otras ocasiones me ha ayudado a continuar. Recuerdo una tarde de desolación a los diecisiete años. En esas fechas, no se hablaba de bipolaridad y yo no sabía casi nada sobre la mente humana. Simplemente, experimentaba una tristeza intensa y contemplaba el futuro con un pesimismo irreductible. Me encontraba en Guadarrama y había pasado toda la tarde en la cama, demorando el encuentro con el mundo exterior. Por mi cabeza rondaba la idea del suicidio. Era un joven solitario e inadaptado. La muerte de mi padre había dejado un profundo vacío en mi interior. No tenía amigos. No me entendía con los chicos de mi edad. Era la época de las discotecas, el alcohol, las drogas y las hormonas desbocadas. El compromiso político ya no estaba de moda y la Movida ya había empezado a mostrar su rostro estúpido y reaccionario. Alaska y su corte de imitadores presumían de ser frívolos y consumistas. El esnobismo adquiría rango de categoría estética y las letras insustanciales (“Terror en el hipermercado / Horror en el ultramarinos / Mi chica ha desaparecido / y nadie sabe cómo ha sido / no, oh”) reemplazaban a las canciones que habían servido de inspiración a las generaciones anteriores (“Sólo le pido a Dios / Que el dolor no me sea indiferente / Que la reseca muerte no me encuentre / Vacía y sola sin haber hecho lo suficiente”). Mi afición a la literatura me hacía fracasar en todos los frentes. Cosechaba suspensos, pues dedicaba las horas de estudio a leer a Tolstoi, Chejov, Nietzsche o Borges, aunque muchas veces no los entendiera. No lograba integrarme en ninguna pandilla. Después de cometer unas cuantas fechorías entre los catorce y los dieciséis años, me había transformado en un chico tímido e introvertido. Odiaba bailar y beber. No soportaba el tabaco y las drogas me inspiraban miedo y repugnancia, lo cual no significa que años más tarde no sucumbiera a los paraísos artificiales, pagando un tributo exiguo a un dios que devoró las vidas de algunos amigos de mis años universitarios. Las chicas no me hacían mucho caso. Era bajito y parecía más joven, casi un niño. Pasar las horas en el Parque del Oeste con los cuentos de Julio Cortázar o las novelas de Hermann Hesse, no incrementaba mi atractivo, al menos en aquella época. Los libros me acompañaban día y noche, pero eran como las velas desgarradas de un barco que zozobra sin remedio. Viajarían conmigo hasta el fondo del océano, pero no evitarían que me ahogara.
En Miedo de ser dos, hablo muchas veces de la luz como una fuente de alegría y serenidad, pero lo cierto es que la luz primaveral es cruel e implacable. Penetra en nuestros ojos con la fiereza de un cuchillo, abriéndose paso hasta la glándula pineal. Sé que la luz de marzo ha afectado a mi secreción de melatonina, la hormona que regula los ciclos circadianos y los estados de ánimo. Somos pura química, pero nuestra conciencia se rebela contra ese hecho elemental. No soportamos ser simple biología, desplegándose de acuerdo con las leyes de la naturaleza. Pienso que lo único trascendente es nuestra capacidad de poetizar nuestro paso por el mundo. Estamos abocados a desaparecer sin dejar huella. No sólo morirá nuestro yo. Beethoven, Shakespeare, la pintura de Rembrandt, las Ideas platónicas y las ecuaciones de Einstein son piruetas efímeras en la vida del universo. Nada podrá evitar que caigan en el olvido. Desconocemos lo que nos precede y lo que surgirá cuando ya no estemos aquí. Somos transeúntes, simples vagabundos, que viajamos del centro a los márgenes y de los márgenes a la nada. La luz se enreda en nuestras vidas, provocando reacciones paradójicas. Este año la luz me ha desequilibrado, pero en otras ocasiones me ha ayudado a continuar. Recuerdo una tarde de desolación a los diecisiete años. En esas fechas, no se hablaba de bipolaridad y yo no sabía casi nada sobre la mente humana. Simplemente, experimentaba una tristeza intensa y contemplaba el futuro con un pesimismo irreductible. Me encontraba en Guadarrama y había pasado toda la tarde en la cama, demorando el encuentro con el mundo exterior. Por mi cabeza rondaba la idea del suicidio. Era un joven solitario e inadaptado. La muerte de mi padre había dejado un profundo vacío en mi interior. No tenía amigos. No me entendía con los chicos de mi edad. Era la época de las discotecas, el alcohol, las drogas y las hormonas desbocadas. El compromiso político ya no estaba de moda y la Movida ya había empezado a mostrar su rostro estúpido y reaccionario. Alaska y su corte de imitadores presumían de ser frívolos y consumistas. El esnobismo adquiría rango de categoría estética y las letras insustanciales (“Terror en el hipermercado / Horror en el ultramarinos / Mi chica ha desaparecido / y nadie sabe cómo ha sido / no, oh”) reemplazaban a las canciones que habían servido de inspiración a las generaciones anteriores (“Sólo le pido a Dios / Que el dolor no me sea indiferente / Que la reseca muerte no me encuentre / Vacía y sola sin haber hecho lo suficiente”). Mi afición a la literatura me hacía fracasar en todos los frentes. Cosechaba suspensos, pues dedicaba las horas de estudio a leer a Tolstoi, Chejov, Nietzsche o Borges, aunque muchas veces no los entendiera. No lograba integrarme en ninguna pandilla. Después de cometer unas cuantas fechorías entre los catorce y los dieciséis años, me había transformado en un chico tímido e introvertido. Odiaba bailar y beber. No soportaba el tabaco y las drogas me inspiraban miedo y repugnancia, lo cual no significa que años más tarde no sucumbiera a los paraísos artificiales, pagando un tributo exiguo a un dios que devoró las vidas de algunos amigos de mis años universitarios. Las chicas no me hacían mucho caso. Era bajito y parecía más joven, casi un niño. Pasar las horas en el Parque del Oeste con los cuentos de Julio Cortázar o las novelas de Hermann Hesse, no incrementaba mi atractivo, al menos en aquella época. Los libros me acompañaban día y noche, pero eran como las velas desgarradas de un barco que zozobra sin remedio. Viajarían conmigo hasta el fondo del océano, pero no evitarían que me ahogara.
No sin un enorme esfuerzo, logré levantarme de la cama y salí al exterior. Me subí a una bicicleta y empecé a pedalear sin rumbo fijo. Era julio o agosto. No hacía demasiado calor y la luz se filtraba por la copa de los árboles. La claridad se deslizó suavemente por mis ojos y mi estado de ánimo cambió súbitamente. De repente, experimenté rabia, alegría, rebeldía. Pensé que vivir merecía la pena. Mis fracasos dejaron de pesarme como una prolongada condena de prisión. Mis sentidos se pusieron alerta. Debía registrar cada detalle en mi mente. Cuando regresara a mi habitación, escribiría. Escribiría sobre las casas de piedra que aún sobrevivían entre construcciones nuevas, con fachadas insulsas y ventanas de aluminio. Escribiría sobre los árboles centenarios, que extendían su sombra en la plaza del pueblo, acogiendo con la misma generosidad a jóvenes y ancianos. Escribiría sobre los desconocidos, a los que atribuía una felicidad inaudita. No recuerdo si escribí algo, pero no he olvidado que la idea de escribir me transmitió esperanza y me liberó temporalmente de la tristeza. He necesitado cincuenta años para completar un libro. Espero que sólo constituya el inicio de una obra que crecerá poco a poco. Escribir no es una elección, sino mi forma de vivir. Cuando dejo de escribir, de alguna manera dejo de vivir. La primavera se ha enseñado con mi cerebro durante unos días, pero ya estoy mejor. He conseguido romper el maleficio antes de que sellara todas las puertas. Escribir es un comienzo y un final. Escribir es mi vida y mientras logre decir algo, ligar las palabras y expresar una idea, un recuerdo o un sentimiento, tendré la certeza de que el abismo ha quedado atrás. La luz de marzo ya no es una caída interminable, sino la claridad que me reconcilia con el insólito hecho de existir.
RAFAEL NARBONA
No hay comentarios.:
Publicar un comentario