Cuando descubrí que tenía trastorno bipolar mediante consultas por internet, una de las cosas que más me atormentaba eran los tratamientos mencionados: electroshocks, fuertes antipsicóticos (que no llegué a experimentar en carne propia), litio y otros fármacos.
Durante años (aproximadamente 25) no tuve claridad sobre mi condición. Sufrí tres crisis graves con tendencia a la manía, llegando a cuadros psicóticos (que comúnmente son llamados por los legos como "locura"). La primera me llevó a ser internado en un centro psiquiátrico, mientras que las otras dos se manejaron de forma ambulatoria una con un psicoanalista y otro por un psiquiatra, quienes me prescribieron antipsicóticos para controlar los episodios agudos, luego me los recetaban como tratamiento continuo.
En mi caso particular, el protocolo farmacológico no me permitía sentirme funcional: los antipsicóticos solo parecían útiles durante las crisis maníacas. En fases estables, optaba por suspenderlos hasta la siguiente recaída, con intervalos prolongados entre episodios. Durante las depresiones, resistía sin medicación; aunque desagradables, nunca confié en los antidepresivos (de hecho, jamás los he usado). Ahora, al confirmar que tengo trastorno bipolar tipo I, entiendo que esta decisión fue acertada, pues suelen desaconsejarse en casos como el mío.
Entre crisis, experimentaba fluctuaciones anímicas menos intensas que atribuía a mi personalidad, no a la enfermedad.
El momento clave fue aceptar que necesitaba medicación permanente. Aunque la idea me repelía inicialmente, al investigar experiencias de otros pacientes y alternativas al litio (cuyos efectos secundarios me preocupaban), decidí explorar opciones. Los anticonvulsivantes como el ácido valproico surgieron como alternativa: menor eficacia que el litio según estudios, pero con perfil de efectos adversos más tolerable.
En mi siguiente consulta psiquiátrica (estando estable, sin revelar mi autodiagnóstico), el especialista confirmó el trastorno bipolar y propuso iniciar con valproato sódico en dosis mínima, ajustable según tolerancia. Los primeros meses fueron ambiguos: molestias gastrointestinales transitorias y luego una sensación de aplanamiento emocional que el psiquiatra atribuyó al efecto estabilizador del fármaco.
Con el tiempo (1-2 años), noté disminución en la intensidad y frecuencia de los episodios. La mejoría es sutil: no se siente como un cambio positivo activo, sino como ausencia de oscilaciones bruscas. A diferencia de los antipsicóticos, el valproico no produce esa "niebla mental" o letargo físico tan discapacitante, aunque persisten efectos digestivos manejables con antiácidos ocasionales.
Curiosamente, en Colombia (según un amigo médico) el valproato ya supera al litio como tratamiento de primera línea para bipolaridad, coincidiendo con mi experiencia positiva. Hoy, tras años de prueba-error, entiendo que la adherencia terapéutica depende crucialmente de encontrar un equilibrio entre eficacia y calidad de vida.
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