Loco o bipolar

Diario de una persona que a los 16 de pronto enloqueció, luego a los 40 cree descubrir que es bipolar y en este momento con medio siglo en este mundo, no tiene claro que es lo que tiene.

miércoles, 26 de septiembre de 2012

Historia de un bipolar



Navegando por Internet, no precisamente en páginas y blogs de bipolaridad, si no en páginas de literatura que es uno de mis entretenimientos, encontré esta historia, es la de un escritor moderno que sufre esta dolencia que nos aqueja.

Aquí se tiene el vinculo a su articulo Historia de Un Bipolar que es la autobiografía de su autor en lo que se refiere a nuestra dolencia mental, según se dice en esta historia la vida para él es bastante difícil y tuvo que pasar por situaciones bastante extremas, muchas causadas por su problema mental y otras por situaciones de la vida cotidiana que no tienen que ver con la bipolaridad.

El texto completo a continuación:


"Rafael Narbona: Historia de un bipolar


Hasta ahora he escrito sobre el trastorno bipolar en términos poéticos, intentado mostrar que a veces la belleza se inmiscuye en el dolor y transforma el abatimiento y la euforia en experiencias que trascienden los límites del lenguaje y la razón. Ser bipolar significa transitar por una extraña penumbra sacudida por tempestades de claridad. Las palabras apenas logran reflejar esas convulsiones, que convierten la vida del bipolar en un ejercicio de funambulismo, donde cada paso entraña el riesgo de caer al vacío.

Sin embargo, hoy quiero hablar de la psicosis maniacodepresiva (no conviene olvidar el nombre primitivo de la enfermedad) desde una perspectiva más apegada a los hechos, conteniendo el aliento lírico y las figuras retóricas. Hace dos noches sufrí un feroz insomnio que sólo cedió hacia las cinco de la madrugada con veinte gotas de lormetazepam. Mi mente era incapaz de apaciguarse después de leer algunas notas de prensa sobre el caso de José Bretón, el presunto filicida que ha movilizado a la España negra, hambrienta de patíbulos y venganzas. Algunos periodistas especulaban sobre un posible trastorno bipolar en el sospechoso, preguntándose si esa patología habría influido en su comportamiento. Los psiquiatras alertaban sobre el riesgo de asociar enfermedad mental y violencia, descartando -además- que José Bretón sufriera esa patología. Consideraban más adecuado hablar de una “personalidad anómala, con rasgos de psicopatía” y pedían a la prensa que actuara con prudencia y responsabilidad, evitando dañar la imagen de un colectivo abocado a luchar contra los desarreglos de su sistema límbico. Cada vez soy más escéptico con las explicaciones estrictamente psicológicas. No creo en el psicoanálisis y entiendo que la terapia cognitivo-conductual sólo desempeña un papel auxiliar respecto a la medicación. El trastorno bipolar es una enfermedad biológica. Se desconocen las causas exactas, pero todo apunta a factores genéticos hereditarios. De hecho, suele afectar a varios individuos de la misma familia. Ahora sé que Juan Luis, mi hermano mayor, padecía esa patología. Se suicidó a los 40 años después de un brote de manía que devastó su vida familiar, laboral y social. Sus bruscos cambios de humor, su mezcla de extroversión y ensimismamiento, sus crisis de insomnio alternadas con períodos de acusada somnolencia, sus tendencias autodestructivas y su inestabilidad emocional, despejan cualquier duda sobre un diagnóstico que sólo llegó a formularse después de su muerte. En los años ochenta, aún no se hablaba de trastorno bipolar y mi hermano jamás acudió a un psiquiatra. Entre el 25% y el 30% de los bipolares se suicidan, casi siempre después de varios intentos fallidos. Se estima que el tratamiento psicofarmacológico y el apoyo social y familiar disminuyen notablemente el riesgo. Sin embargo, los afectados a veces no se dejan ayudar, aislándose de sus seres queridos y rehuyendo el contacto social.

Mi hermano jamás se comportó de forma violenta. Ni siquiera era aficionado a discutir o a levantar la voz. Cuando surgía un conflicto, se aislaba del mundo. No abría la puerta, no respondía al teléfono, bajaba las persianas hasta dejar la casa en penumbra y se parapetaba en el silencio. Pasaba las horas tumbado en el suelo, escuchando música y encendiendo un cigarrillo tras otro. A veces lloraba, pensando que nadie le escuchaba, pero si se hallaba en nuestra casa familiar y alguien acudía a consolarlo, respondía con frialdad, fingiendo que sólo se encontraba de mal humor. El 2 de junio de 1982 enterró la cabeza en un horno de cocina y abrió las espitas del gas. En esa fecha se cumplían diez años de la muerte de nuestro padre por un infarto de miocardio. Aún no sé explicar por qué eligió ese día. ¿Pretendía decirnos algo? ¿Quería resolver de alguna manera los conflictos que les separaron en vida, levantando entre ellos un muro de incomprensión? Se querían mucho, pero les tocó vivir una época de cambios y penurias. Ahora los dos descasan en el Cementerio de la Almudena. Yo los visito de vez en cuando. Tuve la desgracia de presenciar la muerte de ambos. El corazón de mi padre se rompió mientras hablaba con mi madre y conmigo. Con un problema de coronarias, llegó a casa agotado y se tumbó a dormir una pequeña siesta antes de comer. Yo me senté a los pies de la cama y mi madre bajó la persiana. Un breve y sobrecogedor ronquido nos heló el alma. No sirvió de nada tener un vecino cardiólogo. Todos los intentos de reanimación fracasaron. Aún faltaban cuatro meses para que yo cumpliera nueve años, pero la muerte me enseñó ese día que no es posible ignorar su llamada. Una década más tarde giraba la llave del apartamento de mi hermano con el corazón encogido por el olor a gas. Tuve que empujar con fuerza la puerta de la cocina, pues unas toallas y una mesa habían bloqueado el acceso. Cuando al fin logré entrar, mis ojos se desviaron del cuerpo arrodillado de Juan Luis y se fijaron en los cristales rotos por la explosión de gas. Durante unos instantes, no reparé en otra cosa. Ni siquiera me inquietó el silbido de las espitas que continuaban liberando su carga letal. Parecía que sólo existían esos cristales, con sus aristas afiladas y la pared del patio que se vislumbraba al otro lado, una superficie llagada y con manchas de humedad que, según mi hermano, se parecían a un lienzo de Pollock. Incapaz de reaccionar de manera racional, observé que Juan Luis estaba descalzo y me pregunté si no debería buscar unos zapatos y unos calcetines. El cerebro a veces dibuja extrañas piruetas para no enfrentarse a un dolor inaceptable. No soy capaz de reproducir con exactitud los momentos ulteriores, pues mi mente se debatía entre la desolación, el llanto, el desamparo y el sentimiento de irrealidad.

Juan Luis perdió a su madre a los nueve años. En mi familia, proliferan las simetrías. No creo que exista un orden secreto en el mundo, pero sí una recurrente fatalidad. Juan Luis y yo conocimos la orfandad a una edad prematura y eso marcó nuestras vidas. Mi padre se casó unos años más tarde con mi madre, trece años más joven. El matrimonio se enfrentó a muchas dificultades. Mis abuelos maternos nunca contemplaron con agrado la relación por razones que aún desconozco. Siempre he sospechado que se hicieron amantes antes de casarse, algo intolerable para la mentalidad de una época bajo el dominio de la Iglesia católica, fiel aliada de la dictadura del general Franco. Juan Luis y mi madre se entendieron bien. A veces salían juntos, mientras mi padre se quedaba en casa escribiendo una columna periodística, un ensayo o una de sus novelas. Solían ir a un cine de la Gran Vía y, al acabar la sesión, merendaban en una cafetería del barrio de Argüelles, casi siempre tortitas con nata y chocolate. Al parecer, todo discurría con la normalidad previsible en una familia de clase media en la España de los cincuenta. Los problemas comenzaron cuando nació mi hermana Rosa. Poco después del alumbramiento, mi madre cayó en una terrible depresión que no respondió a ningún tratamiento. Durante meses, experimentó crisis de llanto y ansiedad, sin que nada mitigara su profunda tristeza. Cuando dos o tres años más tarde, descubrieron que Rosa sufría síndrome de Turner y que eso significaría esterilidad, un crecimiento inferior al normal y algunas complicaciones adicionales, mi madre mejoró transitoriamente, tal vez empujada por la necesidad de cuidar a su hija enferma, pero jamás recuperó la alegría de sus primeros años de matrimonio ni de una niñez rota por la guerra civil. Actualmente, con 87 años, la depresión sigue a su lado. Aunque a veces parece alegre y extrovertida, los ataques de ansiedad, la tendencia a llorar y la desesperanza han desplazado al resto de las emociones. Al despertar, su abatimiento es muy acusado, pero hacia la caída de la tarde mejora un poco. Mi hermana Rosa ha cumplido 56 años. Es profesora de biología y, al igual que Marie Blanchard, ha soportado las burlas crueles de los alumnos por su baja estatura y por una notable cojera que ha dañado gravemente su cadera. Sin posibilidad de engendrar hijos, permanece soltera y la tristeza la devora por dentro. Aguarda la vejez con un creciente miedo a la soledad y cierto rencor hacia un mundo que –en muchas ocasiones- le ha escatimado afecto y solidaridad.


Mi hermano comenzó a mostrar síntomas de inestabilidad en la adolescencia, pero se atribuyeron a la rebeldía y el inconformismo y se les restó importancia. Sin embargo, no era simple rebeldía, sino una dramática incapacidad de controlar sus emociones, que le impulsaban hacia crestas de euforia y luego le pisoteaban con ensañamiento. Sus relaciones de pareja fracasaron una tras otra, no finalizó sus estudios universitarios, pasó un año en Carabanchel acusado de pertenecer al FRAP, no sin haber sido antes interrogado y torturado; viajó por toda Europa, a veces sin blanca y sin permanecer mucho tiempo en ningún sitio. Cuando regresó a España, se casó con Inek, una holandesa muy dulce. El matrimonio duró poco tiempo. El nacimiento de un niño no mejoró la relación, que se rompió a los pocos años. Nuevas relaciones sentimentales, nuevos fracasos, problemas laborales, altibajos emocionales sin tregua y, por último, el suicidio, casi anunciado por la inestabilidad de las últimas semanas, cuando el insomnio se hizo crónico y la voluntad de estar aislado inquebrantable. Sin embargo, esa misma mañana recogió la ropa del tinte. ¿Por qué? ¿Acaso hay algún vínculo incomprensible entre lo banal y lo trágico?

Hasta los ocho años, fui un niño alegre y comunicativo. Pasaba muchas horas con mi padre y se me contagió su forma de hablar, lo cual hacía mucha gracia a los que me escuchaban, pues utilizaba términos impropios de mi edad, cuyo significado ignoraba, pero que me gustaban por su sonoridad y por el misterio que acompaña a las palabras desconocidas. Después de la muerte de mi padre, cambió mi forma de ser. En el colegio, mis notas empezaron a imitar los picos y caídas de un trompetista de bebop, con un estilo frenético y accidentado, aficionado a las notas estruendosas y a los silencios dramáticos. En algunas evaluaciones suspendía todas las asignaturas, pero en el trimestre siguiente las recuperaba y obtenía sobresaliente en todas las materias, exceptuando matemáticas, donde raramente superaba el notable. Con los profesores me mostraba rebelde y desafiante, acumulando castigos y expulsiones. No era aficionado a las gamberradas, pero sí a desobedecer y a cuestionar las normas, rebelándome sistemáticamente contra cualquier forma de autoridad. El psicólogo del colegio se entrevistó conmigo, sometiéndome a una sesión de test y preguntas. Después de examinar los resultados, me dijo que tal vez sufría un trastorno límite de la personalidad. “No aprecio agresividad, pero sí mucha inseguridad y un marcado narcisismo que intenta compensar el miedo al rechazo. Si no aprendes a controlar tus emociones, malograrás tus enormes posibilidades. Tienes un cociente intelectual de 154. Intenta aprovechar tu vida”.  Mi madre se mostró partidaria de acudir a un psiquiatra, pero yo me negué. Sólo consiguió que hablara con un médico amigo de la familia, que me recetó ansiolíticos y me aconsejó visitarle una vez por semana. Angustiada y preocupada, mi madre intentó convencerme, pero yo sólo cedí cuando su enfado se hizo monumental e incluyó la posibilidad de castigos como no salir los fines de semanas o retirarme temporalmente mi preciada colección de vinilos. Asistí a la primera cita, pero a partir de la segunda comencé a mentir, escapándome a la Tony Martin, una tienda de discos situada cerca de Plaza España, o al Parque del Oeste, con un libro en el bolsillo. Recuerdo que en esos momentos leí El arpa de hierba, de Truman Capote, El árbol de la ciencia, de Pío Baroja y Thomas el impostor, de Jean Cocteau, identificándome con sus personajes, donde apreciaba los mismos rasgos que me atribuían: inadaptación, pesimismo, rabia, desesperanza, fantasías desbocadas y cierta fascinación por la muerte. De hecho, Andrés Hurtado se quita la vida con veneno. Al encontrar su cuerpo, comentan: “Ese muchacho no tenía fuerza para vivir. Era un epicúreo, un aristócrata, aunque él no lo creía”. Pensé que esas palabras me pertenecían, pues la idea del suicidio ya rondaba por mi cabeza.


Cuando mi madre se enteró de que no acudía al psiquiatra, se disgustó, pero decidió no insistir más, pues opinó que no obtendría ningún beneficio acudiendo a las sesiones por la fuerza. Pensó que el tiempo tal vez me haría comprender la necesidad de pedir ayuda, si mi estado no mejoraba. Entre los dieciséis y los veintidós años, los altibajos emocionales y los pensamientos suicidas marcaron mi existencia. Fueron los años de la movida, con sus excesos letales: alcohol, heroína, sexo con desconocidos, SIDA. Salvo algún momento de alivio obtenido gracias a la literatura, el cine o la música, finalicé el bachillerato e inicié la carrea con un ánimo sombrío, pensado que sólo la muerte podría proporcionarme una paz definitiva y verdadera. El suicidio de mi hermano cuestionó esos pensamientos, enseñándome que el suicida que se mata, de alguna manera también mata a los otros. Es una especie de asesino que no calcula las consecuencias de sus actos. Conocer a mi mujer en 1985 me hizo contemplar el futuro con esperanza, pero la dicha apenas duró un tiempo. A los seis meses, sufrió un brote psicótico que nos reveló la impotencia del ser humano frente al determinismo biológico. Mi novia era una chica de 24 años, con unos bellísimos ojos azules y una cara de rasgos simétricos y delicados, una joven estudiante de filosofía inteligente, alegre y combativa, con grandes dosis de ternura y solidaridad y la ambición de ser profesora, que se desmoronó cuando empezó a escuchar voces en su interior y a no ser capaz de diferenciar sus delirios de la realidad objetiva. Al principio, alentamos la esperanza de una curación completa, pero la esquizofrenia paranoide no se cura. Se puede luchar contra sus síntomas e intentar hacer una vida relativamente normal entre una crisis y otra. Eso es todo. Mi mujer ha sufrido catorce crisis en veintisiete años. Nos casamos en 1991. A pesar de las recaídas, hemos sido muy felices, pero cada brote ha sido como un terrorífico zarpazo, que nos ha hecho conocer las formas más aciagas de la desesperación. Las crisis duran meses y, en los momentos más agudos, se interrumpe la comunicación, pues las alucinaciones se convierten en estímulos mucho más poderosos que el mundo real. En una ocasión, el silencio se prolongó cinco meses. Cinco meses de silencios y de miradas que resbalaban una sobre otra, sin lograr un ápice de entendimiento. Durante las crisis, nos limitábamos a pasear o a sentarnos en una cafetería, sin intercambiar palabra. En estos tres últimos años, la enfermedad se ha olvidado de nosotros, pero eso no significa que no pueda reaparecer. Y, en cualquier caso, la medicación no puede retirarse, un cóctel de pastillas que produce somnolencia, rigidez muscular, sobrepeso y cierta introversión. Nunca pudimos plantearnos la posibilidad de la paternidad, pues el embarazo es incompatible con la medicación y los estrictos criterios de adopción excluyen a los padres con cualquier clase de patología mental. Prefiero no entrar en el debate sobre los tratamientos alternativos, pero casi tres décadas de experiencia con la enfermedad mental me han enseñado que sin los modernos psicofármacos, los afectados se extraviarían en la trama de sus alucinaciones, perdiendo sin remedio la razón, la libertad y la voluntad, convirtiéndose en zombies, es decir, en muertos vivientes, algo mucho más doloroso e inaceptable que la muerte física.

La tristeza me acompaña desde los ocho años, pero la depresión me golpeó con fuerza por primera vez en 1996. Estaba en mis genes, aguardando el momento oportuno. Una recaída de mi mujer y el fin de la beca que nos sostenía actuaron como detonante. Perdí el interés por todo y una vez más me sentí atraído por la muerte. Me diagnosticaron una depresión mayor y me recetaron pastillas, pero no me limité a la dosis prescrita, sino que las utilicé para prolongar mis horas de sueño. Huía del mundo, huía de mi mismo, no me preocupaba no despertar. Mis excesos me llevaron a urgencias en varias ocasiones. Un brote de manía borró la tristeza de un plumazo. De repente, ya no deseaba dormir, sino permanecer despierto y emprender nuevos proyectos. Hablaba sin parar, establecía nuevas amistades, salía de la cama a las cuatro de la madrugada y empezaba a escribir compulsivamente, las horas se esfumaban a una velocidad vertiginosa. En ese estado de euforia, me sentía feliz y realizado. Por fin había superado todas mis inhibiciones y nada parecía imposible. La manía finalizó abruptamente y reapareció la depresión. En mi caso, los cambios de humor se producen a una velocidad vertiginosa. Soy un ciclador rápido. Tal vez eso explique que sacara fuerzas para presentarme a las oposiciones de filosofía de enseñanza secundaria. Mi mujer y yo habíamos disfrutado de una beca de investigación gracias a nuestros expedientes académicos. Piedad trabajó como bibliotecaria y documentalista entre 1992 y 2008. Después, se jubiló anticipadamente por enfermedad y ahora cobra una pensión. Yo aprobé las oposiciones con el número uno, gracias a una disertación sobre “Los límites del conocimiento y el problema de lo irracional”. Siempre me he llevado bien con los alumnos. Conservo muchos recuerdos, casi todos regalos de fin de curso: placas, libros, tarjetas llenas de dedicatorias, plumas, llaveros, figuras e incluso una navaja de diez centímetros de hoja, que me regaló un alumno particularmente conflictivo. En esos años, logré mantener la enfermedad relativamente controlada, si bien nunca desaparecieron los altibajos o los problemas para dormir. Aunque respetaba las pautas de medicación, los síntomas persistían atenuados. Mi psiquiatra sostenía que me había estancado en un estado mixto y que sólo se podía hablar de remisión incompleta.

A principios del curso 2003 pensé que podía prescindir de la medicación. Me sentía bien y con ganas de no ser el esclavo de unas sustancias químicas con unos efectos secundarios muy desagradables. Dejé las pastillas y a los pocos días apareció la manía, con su corte de calamidades. Adelgacé veinte kilos en un mes, inicié varios proyectos disparatados, reduje mi descanso nocturno a cuatro horas de sueño, me acostumbré a viajar por la autovía a más de 160 km/h y creí enamorarme de otra persona mucho más joven, pero no menos desequilibrada e increíblemente dañina. La relación se caracterizó por las discusiones, los chantajes, las reacciones histéricas, la dependencia enfermiza y los sentimientos de culpabilidad. Mi amante me presionó hasta lo inverosímil para que me separara, pero yo no cedí y ella me dejó al cabo de unos meses de peleas, reproches y desencuentros. No creo que ese incidente refleje mi personalidad, pues nunca había hecho nada semejante y me encontraba en pleno brote de manía, sin medicación ni supervisión psiquiátrica. La culpabilidad no se ha apagado diez años después, pese a que mi mujer me ha perdonado y jamás me ha recriminado lo sucedido. Al igual que en las telenovelas, las historias nunca acaban del todo. Hace unos meses, mi amante reapareció y me propuso una cita para hablar como amigos. Nos reunimos en una cafetería y me contó lo que le había pasado en esos años. Había mantenido dos relaciones fallidas con dos hombres que casi le doblaban la edad. La primera duró tres años y se deshizo después de muchos conflictos y discusiones. La segunda finalizó con un desenlace trágico. Un hombre de unos 50 años dejó a su mujer e hijos para marcharse con ella. Tres años más tarde, escogió el 25 de diciembre para volarse la cabeza en un parque, con un pistola de tiro olímpico, pues practicaba ese deporte. No advertí en el relato dolor, compasión o desgarro, sino una mezcla de frialdad y rabia. Pensé que yo habría acabado del mismo modo, si hubiera cometido idéntico error, separándome de mi mujer para iniciar una nueva vida con una joven de veintidós años.

Entre el 2004 y el 2010, seguí trabajando y escribiendo para El Cultural, Revista de Libros y otras publicaciones. Por fin, los psiquiatras decidieron que yo no sufría una depresión, sino trastorno bipolar de tipo I y que no lograba superar un estado mixto con cuadros de ciclación rápida. A pesar de mantener mis actividades cotidianas durante ese período, intenté quitarme la vida en cinco ocasiones. La tentativa del 6 de enero de 2006 fue la más dramática, pues sólo la rápida intervención de una UVI Móvil evitó mi fallecimiento. No sé si se trató de una simple alucinación, pero durante el trayecto hacia el Hospital de la Paz experimenté una visión cenital de mi propio cuerpo. Sentí que mi conciencia observaba desde fuera, con la indiferencia de un forense que observa un cadáver diseccionado. Mi estado de ánimo no mejoró hasta el 2010, cuando comencé a escribir un blog. Hasta entonces, había elaborado centenares de críticas literarias y sólo unos pocos textos de creación, que acumulaban polvo en un cajón. El blog, INTO THE WILD UNION, tuvo un éxito inesperado. En algo más de dos años, ha conseguido 1600 seguidores. No pensaba que el blog, orientado a promover la cultura y el activismo político de izquierdas, me causaría problemas. Mis textos eróticos sobre Sasha Grey o el bondage me provocaron algún disgusto sin importancia, pero mis ensayos sobre Ernesto Che Guevara, Ulrike Meinhof o el conflicto de Euskal Herria despertaron la ira de los grupos ultraderechistas de un barrio obrero de Madrid. Al llegar al instituto una mañana, me encontré con una pintada en el muro de la entrada, donde se leía: ¡Rafa Narbona, comunista! La dirección y mis compañeros, salvo contadas excepciones, respondieron con indiferencia e insolidaridad. Poco después, la asociación de padres del centro presentó un dossier que incluía mis opiniones políticas y unas fotografías que me había realizado con mis amigos, imitando a los sicarios de las favelas con armas simuladas. En blanco y negro, las fotos eran realmente buenas, pero los pies y el contexto en el que aparecían disipaban cualquier duda sobre la posibilidad de que se tratara de peligrosos delincuentes. No era difícil advertir la intervención de  una malicia reñida con el humor y la inteligencia. Aunque el incidente se resolvió sin consecuencias, la acumulación de agravios y agresiones emocionales me desequilibró, reapareciendo la depresión y las fantasías suicidas. De baja médica desde el 2 de febrero, he dedicado mi tiempo desde entonces a leer y escribir. Gracias al apoyo de la familia y los amigos, he conseguido una precaria estabilidad basada en una rutina inalterable. Evito las relaciones personales, pues el contacto con los otros me produce mucha angustia. Nunca descuelgo el teléfono y salir de mi entorno, una casa situada entre campos de trigo y cebada, me causa una terrible ansiedad. A veces parezco huraño, incluso con mis amigos más cercanos, pues casi siempre busco la soledad y el aislamiento.


El pasado 7 de mayo me llegó una carta de la inspección médica, anunciándome que tras leer mi expediente psiquiátrico habían decidido tramitar mi jubilación por incapacidad permanente para el servicio. La mutualidad de los funcionarios dio su visto bueno y ahora sólo falta que el Equipo de Valoración de Incapacidades del INSALUD apruebe la solicitud de la Administración. Aún no sé cuánto tiempo transcurrirá hasta que me convoque el tribunal. Mi primera reacción al recibir la carta fue de absoluta desolación, pero en seguida me planteé que la jubilación constituía la mejor alternativa, pues –aunque me duela reconocerlo- mi mente es un gráfico enloquecido, donde la euforia y la depresión se alternan o se encabalgan en breves períodos de tiempo. Lucho a diario contra el insomnio, las pesadillas, la ansiedad y la tristeza. Hace mucho que no sufro un brote de manía, pero cuando éste comience yo seré el último en advertirlo. Eso sí, no acepto que se asocie el trastorno bipolar o la esquizofrenia con la violencia. Sylvia Plath, Anne Sexton, Alejandra Pizarnik, Virginia Woolf, Pedro Casariego, Van Gogh y Kurt Cobain padecieron trastorno bipolar. Todos se suicidaron, pero ninguno cometió un acto violento. Artaud, Strindberg, Hölderlin y Leopoldo María Panero son eszquizofrénicos, pero jamás causaron daño a los demás. Asociar el filicidio de José Bretón a una presunta bipolaridad sólo sirve para alimentar falsos mitos. No parece lo más sensato en un momento en que la chusma acosa a la familia del sospechoso, pintarrajeando las paredes de su finca y exigiendo castigos medievales. No creo que les mueva el anhelo de justicia, sino sentimientos primarios de odio y venganza. Un linchamiento social y mediático no aportará ningún consuelo a la familia, que hasta ahora ha respondido a la tragedia con calma y dignidad.

¿Por qué contar todo esto?  ¿Por qué sacar a la luz experiencias tan íntimas? Los escritores son exhibicionistas natos. Michel de Montaigne, Jean-Jacques Rousseau, Dostoievski, Jean Genet y William Burroughs nos relataron los aspectos más dolorosos de sus vidas. Anne Sexton convirtió su poesía en un espejo de su locura, sin escatimar fantasías sexuales que ofendían a la América tolerante y puritana de su época. Pizarnik recreó su desorden interior con sus versos dolientes: “te remuerden los días / te culpan las noches / te duele la vida tanto tanto / desesperada, ¿adónde vas? / desesperada ¡nada más!”. Leo a Pizarnik casi a diario. Aprecio mucho su obra y noto esa proximidad que reúne a todos los que transitan por los mismos infiernos. Sin embargo, de todos los poemas que se han escrito sobre la locura, ninguno me resulta tan cercano como el de Leopoldo María Panero: “El fruto de mi cerebro / cae y cae / sobre la arena / luchando / los despojos de mi alma / ensucian el papel”.

Ser sombra de una sombra es el destino del loco, pero esa existencia fantasmagórica es el tributo que se paga por creer en las palabras y el silencio. No sé lo que me espera, pero no encuentro ninguna razón para ocultar mi incertidumbre."