miércoles, 22 de octubre de 2025

El amor en los tiempos del COVID






I. Otoño, 1 de noviembre de 2075



  

  Las ciudades ya no envejecen; las personas sí. 




  Estoy en Madrid, El Imperio Americano del Sur (llamado oficialmente Mancomunidad Iberoamericana) acaba de aliarse con lo que quedaba del Reino Español. El rey abdicó hace ya tres años cuando el parlamento declaró a España como una república democrática independiente (Ja, la primera república bananera de Europa, diría yo).

 De nuevo un noviembre negro, el frio cuela los huesos, la ciudad es un espejismo de neón y silencio. En el cielo los drones voladores no hacen ruido, sin embargo, los androides que barren las calles si, y yo, estoy barriendo mis recuerdos con ayuda de AlinAI.

  —Amor, tienes un 92% de probabilidades de depresión hoy —dijo la IA, su voz cálida como la que tenia mi gran amor, Clara, pero sin su imperfecta humanidad.

 — ¿Quieres que active los protocolos de bienestar?

  —No, murmuré, mirando el holograma de una transmisión desde Cartagena de Indias, donde se estaba dando el discurso del presidente López. 

 Se reviven entonces mis recuerdos, porque allí, en 2016, Clara y yo habíamos jurado nuestro amor eterno, mientras huíamos juntos de nuestros problemas mentales.

  La historia no se repite pero rima, Es como volver al siglo XVIII, donde se dio la mayor extensión del Imperio Español, pero donde la capital política ya no es Madrid, sino Los Ángeles, y Cartagena de Indias se acaba de declarar la capital cultural.



  Esa noche, mientras el presidente del Gobierno Hispano (así se llama al gobierno de la Mancomunidad Iberoamericana) emitía un discurso sobre la paz y la reconciliación histórica iberoamericana, AlinAI mostró una notificación cifrada, de esas que sobrevivieron en servidores piratas después de la Gran Purga digital del 40, era un archivo de voz de 2020, etiquetado como Clara_Velásquez_ÚltimoMensaje.wav. Cuando intenté reproducirlo, inicialmente escuché solo estática... y luego un susurro: 



   —No puedo respirar, tengo que entregar el celular. Voy a entrar a la UCI y es posible que no salga de esto, Carlos esta es mi despedida. Te amo...

 

II. La llamada


  El café matutino se enfriaba entre mis manos cuando AlinAI interrumpió el silencio:  

  —Amor, prioridad inesperada: llamada desde Colombia. Remitente: Carlos López. ¿Atender o archivar?  

  Mis dedos se aferraron a la taza. Nadie me llamaba desde Colombia desde hacía..? Había enterrado esos recuerdos bajo capas de tiempo y silencio.  

  Recuerdo la vez que estuve en Cartagena, cuando logré sobrevivir de milagro, fue como por el año de 2045 cuando se dio el asedio del imperio Anglo, en contra del imperio Hispano, algo que también se dio por allá en el siglo XVIII, y como aquella vez a pesar de que hubo varios millones de muertos por la hambruna, al final Cartagena resistió, pero a pesar de que se gano esta batalla el imperio Hispano perdió pues España volvió a perder la ultima guerra, esta vez Inglaterra se quedo con Andalucía y las posesiones del reino español fuera de la península y Cataluña se independizo también con apoyo de los ingleses y entro a ser parte del imperio Anglo.

  Que me contestas me replico AlinAI —Atender —dije, aunque algo en mi pecho se encogió. 

  Mi vida, aunque yo no lo acepte, terminó ligada a esta ciudad, yo la odio con todos mis sentimientos o quizás de tanto odio es que la amo.

  El único recuerdo bello que tengo de Cartagena, aunque también puedo decir el mas abrumador, fue cuando en noviembre del 2016, huyendo de la vida en la capital, después de empezar mi relación con Clara y cuando estábamos comenzando nuestra vida en pareja, le dije a Clara -Amor, te tengo una sorpresa, vamos una semana al mar, este invierno esta muy deprimente ¿Qué opinas?, Ella me dijo que no, que tenía mucho trabajo en el Hospital La Paz, que apenas hace un mes empezó a trabajar como pediatra titular y que una semana es demasiado tiempo, sin embargo, aceptó, luego ya cuando estábamos en la terminal me dijo -para donde vamos este es el terminal internacional, creía que íbamos para el mar pero de pronto a Sevilla o a Barcelona, ¿para donde me llevas?, tranquila amor vamos a Cartagena. Ella me contestó -pero este es el muelle internacional.  -si vamos para Cartagena pero no para Cartagena España sino para Cartagena Colombia, le dije.

   Ella quiso no ir inicialmente, me dijo, bastantes problemas tengo con mi familia para que me lleves a Colombia en estos momentos, te recuerdo que mi padre, aunque para mi no sea importante, es una figura pública por su alto cargo en el ministerio de salud y por mi seguridad no debo viajar para lugares que se consideran peligrosos y Cartagena Colombia hasta donde sé es una de las ciudades mas peligrosas, -No Carlos, que pena contigo pero no puedo viajar, yo le dije que se tranquilizara. -No nos va a pasar nada cariño y como además vamos de incógnito nadie fuera de nosotros dos sabe que vamos a viajar a Cartagena, también ten en cuenta que todas las ciudades son peligrosas, lo importante es no arriesgarse uno por su cuenta, solo vamos a visitar lugares seguros y nada nos va a pasar, ella me contestó: -mi mamá me mata si sabe que voy para Cartagena de Indias, pero... Bueno, vamos, -tranquila que ella no se va a enterar le dije.


  Al final el viaje resulto de maravilla y allí precisamente fue cuando le di el anillo de compromiso, de un compromiso que no se pudo definir, pues siempre fuimos aplazando nuestra boda por los problemas de pareja que nunca faltan y para el 2020 después de que ella casi muere por la peste, nos separamos sin haber celebrado nuestra boda.
 
  De repente, La llamada interrumpió mis recuerdos:

—¿Carlos García? Soy el hijo de Clara Velásquez.  

El mundo se detuvo. "Clara". Su nombre me atravesó como un cuchillo oxidado. De pronto volví a tener treinta años, en aquel apartamento de hospital donde el olor a alcohol gel se mezclaba con sus lágrimas.  

—Mi madre falleció ayer —continuó la voz—. Quiso que usted estuviera en su despedida. 

El piso pareció inclinarse. Clara muerta. Era imposible. Clara era el eco de risas en la Feria de Abril, el calor de una mano en mi pelo cuando la fiebre del COVID me hacía delirar. Clara no podía ser... un cadáver.  

—El funeral es en Cartagena el 20 de marzo. Me dijo el hijo de Clara —Pero si no puede, y puede otra fecha cercana, lo reprogramamos.  

  Cartagena. La ciudad donde una vez creímos que el amor era más fuerte que las pandemias y las fronteras. Ahora solo quedaba a dos horas en transbordador, pero yo ya no era el hombre que cruzaba océanos por ella.  

—Necesito pensarlo —mentí, colgando antes de que mi voz quebrara.  

 Tres días de batalla...

EL MENSAJE QUE AHOGÓ EL SUEÑO

Carlos sintió el sudor frío al leer una notificación en su celular, No puedo respirar… Corrió entre calles vacías de Madrid, buscando su antigua casa, pero las puertas se convertían en muros húmedos. El cielo se oscureció hasta volverse agua espesa. Cuando intentó gritar, el líquido llenó su garganta. Despertó de golpe, jadeando, las sábanas enrolladas en su cuello como algas. En la pantalla de su móvil, solo había un anuncio del tiempo. Pero el sabor salado del miedo seguía en sus labios.


ALINAI Y LAS BANDERAS ROTAS

  Revisando archivos olvidados anunció la voz suave de AlinAI. La pantalla me mostró junto a Clara en un cortijo andaluz (verano, 2019): uvas entre sus manos, piel dorada, risas que chocaban contra las colinas. La siguiente foto los congeló en 2020: misma terraza, mismas sillas. Pero ahora llevaban mascarillas quirúrgicas colgando de una oreja, como "banderas rendidas" (así lo llamaba Clara). Ambos sonreían con ojos vidriosos, termómetros en mano, mientras el termómetro marcaba 39°C.

 ---¿Recuerdas, Carlos? —susurró AlinAI—. Reímos hasta que nos dolió el pecho... pero no era por la risa. Carlos apagó la pantalla. El silencio olía a desinfectante.


LA MALETA DE LOS ADIOSES DUPLICADOS

  Al tercer día de ordenar el trastero, encuentro la maleta azul. La misma que compré con Clara el día que pudimos salir en pandemia, después de varios meses de encierro,  (agosto, 2020). La cremallera crujió al abrirla. Dentro, solo un sobre: Una impresión de un boleto electrónico Madrid - Sevilla dos viajes ida y regreso a nombre de Clara y yo. Dos fechas escritas a mano:  
15 junio 2020 (tachado con rabia).  30 octubre 2020 (tachado con resignación).  Esa vez la del 30 de octubre fue el día en que viaje solo y fue el último día que vivimos en pareja, pues después de esto Clara casi muere y solo pudo recuperarse después de muchos años pero no a mi lado.

  Acaricié las rayas que anularon el futuro. Clara se había ido definitivamente.

  La maleta volvió a la oscuridad, conteniendo el único viaje que nunca hicimos juntos.

  —Amor —me interrumpió AlinAI—, tu estrés cardíaco requiere intervención. ¿Activo protocolos de calma?  

 —No 
 —respondí, mirando el holograma de Cartagena que flotaba sobre la mesa

 — Reserva un transbordador. Para mañana.  

---  

 

III. Los fantasmas del 2020

  El puerto de Cartagena brillaba bajo la luz violeta de los drones funerarios cuando llegué...



  Acepté viajar. No por el funeral, sino por ver su rostro una última vez, aunque fuera en la muerte. El transbordador me dejó en Cartagena al anochecer, cuando las murallas brillaban con bioluminiscencia artificial y el olor a salitre se mezclaba con el zumbido de los drones funerarios, Cartagena era una ciudad bulliciosa y una gran metrópoli, que según datos estadísticos del INE el distrito cuenta con unos 10 millones de habitantes y si se tiene en cuenta el área metropolitana que comparte junto a las otras ciudades caribeñas cercanas se tienen 25 millones de almas juntas, en este momento es el área mas densamente poblada del Caribe a pesar que se puede decir que es una isla, pues con la subida del mar por culpa del cambio climático Sur América se dividió y lo que antes era el tapón del Darién se convirtió en el estrecho del Darién, las costas de la provincia de Colombia han retrocedido muchos kilómetros y lo que antes era una costa entera se convirtió en un Archipiélago dividido por los diferentes ramales de la desembocadura del rio Magdalena que se convirtió en un rio mucho mas grande y que se unió con el Orinoco y el Amazonas mediante canales.



  Carlos López, el hijo de Clara, me esperaba en el puerto junto a dos jóvenes, sus hijos, pienso yo (que debieron ser mis nietos), era bastante alto, como me dijeron que era su padre (a quien yo nunca conocí), pero tenía los ojos de Clara: negros y profundos como pozos de tinta, le salude al recibirme, -mucho gusto Carlos García. El me contestó, -mucho gusto Carlos López. Tratando de romper el hielo le dije: -Eres de los López de la familia del presidente?, me dijo: -Nada que ver, no fuera mas mi desgracia.



  —Ella no quería lágrimas —me dijo mientras caminábamos por calles empedradas—. Quiso una fiesta. Música, ron, y que usted estuviera aquí, nada raro en esta parte del mundo donde todavía los funerales se celebran como fiestas, una tradición africana de hace mucho tiempo.



  La casa era una casona colonial, acabo de acordarme cuando trabajaba para la firma de ingenieros y que estuve en las obras de los muros de contención para proteger a Cartagena del mar y entre lo que estuve trabajando nos toco subir unos 10 metros la ciudad antigua para que no se estuviera inundando a cada rato.

  Las paredes hablaban en hologramas: fotos de Clara en Madrid, con los médicos del Hospital La Paz, de nosotros dos en la Feria de Abril, de su hijo creciendo entre dos patrias, que hoy son solo una. En el centro del salón, su cuerpo descansaba dentro de una urna criogénica de despedida —una costumbre de la nueva era—, rodeada de orquídeas.



  —Ella dejó esto para usted —me dijo Carlos, entregándome un sobre amarillento. Dentro había una impresión de un pantallazo de celular, un boleto de avión de ida y vuelta de Madrid a Sevilla del año 2020, y una carta en español antiguo, hecha con su puño y letra, que olía a jazmines secos.



  Carlos: Si lees esto, es que al fin me rendí al tiempo. Pero no temas. La muerte es solo un puente. Te espero donde las mareas no llegan.



IV. El secreto en el sótano



  Esa noche, mientras los invitados bebían y reían (como Clara quiso), su hijo me llevó al sótano del edificio. Allí cogimos un ascensor que descendió varios minutos. Entre sombras y cables de nanotecnología, había un arca neuronal, un dispositivo clandestino que almacenaba conciencias.



  —Ella no quería que lo supiera nadie —susurró el hijo de Clara—. Pero pagó para que su mente se guardara aquí. No es inmortalidad… es solo un eco. ¿Quiere hablar con ella?



  Mis manos temblaron. Era una blasfemia, una fantasía gótica y un pecado mortal. Pero asentí.



La máquina se encendió, y de pronto, Clara estaba allí: no como un holograma, sino como una voz que brotaba de las paredes, dulce y cálida como el verano madrileño.



—Tardaste, mi amor —dijo, y mi corazón se partió en dos.



Los últimos recuerdos



  Pasé horas hablando con Clara en su espectro digital, riendo de nuestros errores, llorando los años perdidos. Al amanecer, su hijo me encontró dormido frente al arca, abrazando la foto del boleto de avión.



  —Ella quería que se quedara con esto —me dijo, mostrándome un anillo de oro con un pequeño rubí—. Era de su abuela. Dijo que usted lo entendería.

El anillo 





  Lo entendí. No era un adiós, sino una promesa.



  Al salir de la casa, el sol caribeño me golpeó el rostro. En mi bolsillo, el anillo pesaba más que el futuro. Y entonces, por primera vez en años, sonreí. Porque Clara, a su manera, me había dado un final feliz: La certeza de que, en algún lugar entre la tecnología y la magia, nuestro amor seguía vivo.



  Fin  

Noviembre Negro



  Abro mi diario para leer lo que he venido escribiendo sobre hechos que me marcaron durante la pandemia.

Hoy es 30 de noviembre de 2024

  Para mí el año 20 del siglo 21 fue un año de terror... Muy parecido a cómo lo describe Poe en su cuento Sombra:


"Este año ha sido ....



..... un año de terror "

 Este año ha sido un año de terror y de sentimientos más intensos que el terror, para los cuales no hay nombre sobre la tierra. Pues han ocurrido muchos prodigios y señales, y a lo lejos y en todas partes, se ciernen las negras alas de la peste

 Fragmentos Cuento Sombra 

Edgar Allan Poe

 Cuatro años han transcurrido desde que Clara dejó de ser Clara, desde que la peste —esa entidad silenciosa y voraz— se llevó lo último que me quedaba de ella. Hoy vuelven a mi memoria mis últimos días a su lado, así como también esos días de ensueño, cuando todo fue amor y felicidad.

 Era el año 2015. Yo atravesaba el peor momento de mis problemas mentales: me habían diagnosticado trastorno límite de la personalidad tras una crisis severa, y luchaba contra una grave adicción al alcohol y a las drogas recreativas. Recién comenzaba mi tratamiento ambulatorio, después de haber estado hospitalizado durante un mes en el pabellón psiquiátrico del Hospital Ramón y Cajal de Madrid. Aquel día, acudí a una cita programada y, al llegar, encontré a una chica que me deslumbró. Tenía la certeza de que la conocía, pero no me acordaba de dónde. Me senté frente a ella, sentí un flechazo y, de pronto, empezamos a hablar como si nos conociéramos de toda la vida. A ella la llamaron primero. Cuando salió, anunciaron:

—El ingeniero Carlos García puede seguir.
Antes de entrar, le dije que quería seguir conversando, pues la charla me había encantado. Ella respondió que no podía esperar mucho debido a sus compromisos, pero me dio su teléfono. Así lo hicimos, y así comenzó todo entre nosotros.

Hoy es 14 de marzo de 2020.

 Recuerdo en estos momentos que Clara y yo habíamos planeado un viaje a Cádiz para el verano, pero este ya no parecía posible. También recuerdo los días que pasamos juntos en Cartagena. Afortunadamente, había aplazado para mayo el viaje que tenía programado para el mes pasado a Cartagena de Indias para ver el proyecto del nuevo centro de convenciones Arena del Caribe. Le dije a mi jefe que, al parecer, iban a cerrar las fronteras y que, de darse esto, quedaría como exiliado en Colombia, algo que no quería. Con reticencia por parte de la empresa, llegamos a un acuerdo: Si no se cerraban las fronteras, iría a finales de la primavera.

Veo en la televisión que se publicó el Real Decreto 463, donde se anuncian el cierre de fronteras y la restricción de movilidad en el Reino de España. Ya lo veíamos venir...


Hoy es 21 de junio de 2020.

El miedo flotaba en el aire como un presagio, pero aquellos días de encierro se convirtieron en el edén secreto de nuestro amor. Nunca antes, en los años fugaces de nuestra pasión, habíamos permanecido tanto tiempo entrelazados en la quietud de cuatro paredes, descubriendo que el tiempo —ese tirano implacable— podía volverse miel cuando se compartía con los labios correctos. Lo sabía con la certeza melancólica de quien atisba el futuro: jamás, ni en los crepúsculos que nos quedaran por vivir, volveríamos a estar tan cerca como en aquellos días en que el mundo se detuvo y nos dejó a solas con nuestras dichas.

Todo comenzó tras un encuentro fortuito en el consultorio del Dr Cajal. Nuestros primeros jueves, entregados al laberinto de calles madrileñas, fueron el prólogo de una fábula que decidimos escribir juntos. El amor, ese arquitecto silencioso, fue erigiendo su obra: en tres meses, el lecho y el techo se fundieron en un único hábitat para nuestros cuerpos y sueños. Recuerdo con una nitidez que duele las mañanas en nuestro piso de Vallecas: el sol se filtraba tímido por las persianas, iluminando el rito sagrado de nuestros cuerpos. En aquel cuarto, las paredes no eran testigos mudos, sino el confesionario laico, donde nuestros susurros se volvían plegarias. Hasta lo mundano se transfiguraba: el tazón agrietado era una reliquia de lo imperfecto perdurable, las páginas dobladas de Neruda un mapa de nuestras emociones subrayadas. Cada objeto bañado por esa luz auroral parecía despojarse de su temporalidad para brillar con la ficción dorada de lo eterno. Era la belleza pura de lo efímero que se cree absoluto. Y en la cúspide de aquel vértigo, Cartagena de Indias fue el escenario elegido para la promesa: un anillo que no era un cierre, sino el sello que consagraba nuestro pacto contra el tiempo, un compromiso para el resto de los días que nos fueran concedidos

Hoy es 30 de noviembre de 2020.

  La situación no parece mejorar. Aunque los confinamientos por la COVID-19 en España se han relajado, el terror aún impregna el ambiente. Desde el mes pasado pudimos salir de nuevo. El riesgo seguía latente, pero preferíamos contagiarnos de una vez a seguir temblando entre cuatro paredes. Queríamos de nuevo respirar junto a otras personas… 

¡Estamos en un año de terror!

 —como escribió el Maestro Poe—. Un año en el que las sombras se alargaron hasta devorar los rostros de los vivos.

  
  Yo volé de Madrid a Sevilla el 30 de octubre y, aunque el confinamiento había aflojado sus garras, sentía que la Parca danzaba en las calles. Al descender del avión, me llegó un olor a azahar podrido y alcohol en gel. Debía reactivar el proyecto del edificio Lleda, paralizado por la pandemia —al menos no tuve que viajar a Cartagena de Indias, pues aún había restricciones para vuelos internacionales—. También viajé para visitar a mi madre; la encontré pálida como un espectro tras meses de encierro. Me recibió con una mascarilla bordada de cruces negras:
—No te asustes, hijo. Es solo algo "contra el mal de ojo" que también evita la entrada de la peste —murmuró.

  Clara se quedó en nuestro piso de Madrid. Me dijo:
—Tengo que atender a mis pacientes de forma presencial. Por eso no puedo acompañarte a Sevilla.
Habíamos planeado viajar juntos, pero ahora prefería trabajar en persona.
—Es solo una separación breve. No te afanes por esto —le dije al besarla en la frente, ignorando que mis labios rozaban por última vez a la mujer que amaba.

  Ella celebró Halloween con "su familia": su padre, alto funcionario del Ministerio de Salud, y su ex esposo, que era ni más ni menos que el director técnico del Hospital La Paz. Con la familia de Clara no fuimos del agrado mutuo. Mientras ellos brindaban en algún salón con muebles caros, yo recorría las calles desiertas de mi infancia sevillana, donde las farolas parpadeaban como ojos enfermos.

  Nos despedimos tras una última cena íntima. Ambos mentimos al decir que estábamos bien.
Ambos sentimos el virus reptando en nuestros pulmones días después, pero reímos —¡Ay, qué grotesca fue nuestra risa!— mientras comparábamos fiebres por WhatsApp.


  Yo tenía boletos aéreos para el 10 de noviembre, pero adelanté el viaje para el 4. Como era improbable que me permitieran volar estando positivo, tomé un autobús. Clara había dado positivo para COVID-19 y quería verla.

  La noche del regreso a Madrid fue un viaje a través de los limbos. Seis horas de un silencio sepulcral, rotas por toses y el zumbido del motor. El autobús ALSA avanzaba por la A-4 como un ataúd con ruedas. Fuera, la luna llena —esa luna— iluminaba los campos de La Mancha, transformando los girasoles mustios en cabezas decapitadas. Dentro, un hombre tosía detrás de mí con un sonido húmedo, como si alguien revolviera carne cruda en su pecho. Yo también tenía síntomas de que el virus me había entrado al cuerpo, pero antes del viaje me tomé un fuerte antigripal y me los alivió temporalmente. Seguro era positivo, pero no quise hacerme pruebas.

  Mientras yo viajaba en aquella noche eterna, Clara ingresaba de urgencia en el Hospital La Paz, donde trabajaba como pediatra. No pude verla antes de que la hospitalizaran.







  Cuando llegué al piso supe que la situación era terrible, sentí un fuerte olor a cloro y la muerte me golpeó de repente.

 Su mensaje final yacía en mi pantalla, una reliquia digital de su voz: "Me ahogo", tengo que entregar el celular.

  Nuestro último adiós...


 No me permitieron verla los primeros días, pues fue ingresada en una sala UCI para pacientes positivos de COVID-19, donde no se permitían visitas. La vi después de que tuvo una leve mejoría, tras tres semanas en estado crítico. Llegué a la UCI de pacientes graves que ya no eran contagiosos. Me dijeron:  

 —Puede ver a la doctora Sánchez, pero solo por unos minutos.  

 En la sala de espera, los llantos y gritos de quienes salían resonaban como ecos de despedida. La mayoría de los pacientes salían directamente al crematorio; en esos días, las velaciones seguían prohibidas. Me dejaron entrar con un traje como de astronauta que me entorpecía cada movimiento. De pronto, estaba en una sala blanca y aséptica, tan pulcra que lastimaba los ojos. Allí yacía Clara, conectada a máquinas que silbaban como vientos de ultratumba. Sus manos —aquellas que solían acariciar mis cicatrices con la misma ternura que a los niños de su consultorio— estaban amoratadas, los dedos contraídos como garras de pájaro muerto. Le hablé, pero mis palabras solo rebotaron en las paredes de aquel sepulcro inmaculado.  

—Despierta —supliqué—. Despierta.  

Hoy, 30 de diciembre de 2020 

 Ha pasado un mes desde que la visité la vez pasada, hoy puedo verla de nuevo. Finalmente salió de su estado crítico, despertó, pero... sufrió una hemorragia cerebral tras vencer las infecciones que casi destruyen sus pulmones. El médico me explicó:  
—La paciente tuvo una hemorragia severa que le afectó los ganglios basales del hemisferio izquierdo. Ahora está en estado casi vegetativo: necesitará traqueotomía (respirar por un hueco en el cuello) por un tiempo indefinido, tal vez de por vida. La alimentación será parenteral (alimentarla por una manguera), aunque podría recuperar la capacidad de comer por si misma. El accidente vascular paralizó su lado derecho y dañó el habla. La recuperación requerirá terapia, paciencia y dedicación. En este momento el riesgo de muerte es bajo, pero lo que se viene en el camino es largo y muy complicado. 

 Mis súplicas para que despertara surtieron efecto, pero... La Clara que emergió de aquel sueño de dos meses no era «mi coneja loca» como cariñosamente le decía muchas veces. Era un fantasma con su rostro, el derrame cerebral que sufrió la convirtió en una criatura de mirada vidriosa que olvidó nuestros pactos de sangre y el sabor de sus lágrimas en mi boca. 
 

 Hoy, al final de este año negro, tengo sueños vívidos de cuando nos conocimos en el 2015, en esa sala de espera de un psiquiatra. Ella acababa de sobrevivir a una sobredosis de pastillas rojas; yo, a una noche de whisky y cuchillas. Esa noche, hicimos el amor como condenados: entre vendas, terrores nocturnos y promesas susurradas al borde del abismo.  

 Ahora, nuestras enfermedades han vuelto a ganar. Yo soy un adicto en recuperación que sueña con recaer; ella, un cuerpo frágil que olvidó cómo sostenerme.  

 Sé que en algún lugar de su cerebro dañado, la Clara verdadera aún grita por salir. Pero las sombras son más fuertes.  

  3 de diciembre de 2024 

  Hoy, el eco de Clara aún resuena en mi mente.  

 Cuatro años huyendo. La abandoné definitivamente tras aquella última visita en el fin de año del terror. Mi cabeza dañada no pudo cargar con el peso de sacarla adelante, como sí pudo su familia. Yo, entre tanto, estaba en la quiebra: la pandemia había cerrado la constructora y me dejó sin trabajo.  

 Dejé Madrid y me escondí en Sevilla, en esta ciudad donde las farolas parecen ojos enfermos y la gente no hace preguntas. El tiempo aquí se descompone como un cadáver en la humedad. Las semanas se derriten en meses; los meses, en años. Todo se pudre mientras aguardo un juicio que nunca llega.  

 Ella ya no me recuerda. O eso me repito, para mi consuelo. ¿Qué es peor? ¿El olvido absoluto o la sombra de nuestro pasado atrapada en su cerebro marchito?  

 Hoy, mientras escribo esto, la luna llena cuelga sobre los tejados como un ojo ciego, vigilante y ajeno. En la radio suena "Noviembre sin ti", lloro, y la nostalgia me embriaga como un licor barato. Quizá debería tomar el teléfono, marcar su número y decirle que lo siento. Pero no lo haré. Porque en algún lugar de esta noche, el autobús ALSA sigue avanzando por la A-4. Y en cada bache, en cada curva, el traqueteo insiste: «Ya no hay vuelta atrás».